Por Carlos García
Las secuelas del confinamiento se dejan ver en las parejas…
Encierros particulares, donde cada cual ha tenido que verse las caras con el otro en la distancia corta, donde los límites pueden tambalear y los espacios para respirar se transforman en callejones aparentemente sin salida.
El COVID nos ha hecho compartir y no ha sido siempre con un feliz desenlace.
En unos casos, ha permitido que las parejas se encuentren para decir las palabras olvidadas y rescatar los encuentros siempre aplazados, para mirarse de nuevo y, con suerte, redescubrir en el otro un aliado. Pero no siempre el encuentro ha sido para poder ver al otro, pues el acortamiento de las distancias ha sido en ocasiones a costa de diluir ciertos límites que llevan a la violencia, unas veces manifiesta y otras silenciosa. La nueva situación ha puesto a prueba las rigideces y ha hecho saltar los conflictos que ocurren cuando uno no renuncia y quiere funcionar en el encuadre de a dos como si sólo fuera su voluntad la que está en juego. Compartir espacios reducidos obliga a manejarse en las distancias cortas y pone a prueba los mecanismos de renuncia y adaptación.
Cada cual toma aire como puede, a veces a costa del otro, de manera que el forcejeo por el espacio ha llevado a reproches silenciosos, desaires repetidos, zancadillas y dentelladas a quemarropa, dejando en algunos casos las relaciones destruidas. Problemas domésticos que no son más que disfraces para las heridas de fondo.
Han aumentado los casos de violencia doméstica y muchos hogares se han transformado en polvorín porque la corta distancia nos ha puesto delante de nuestros ojos las dificultades que tenemos para vérnoslas con el otro, en sus múltiples versiones.
Por si fuera poco, ha supuesto para los miembros de la pareja a soportar tensiones derivadas de la incertidumbre laboral, o incluso del desdoblamiento que supone tener a los hijos en casa a tiempo completo, obligándoles a desdoblar funciones.
Todas estas novedades han puesto los sistemas familiares a prueba de manera que ahora llegan a las consultas los ecos de este confinamiento, en forma de queja, de amenaza de separación, de necesidad de espacio, de herida en el corazón… Cada cual, se presenta herido del otro, sin saber que en realidad, es uno mismo quien se infringe el daño, porque sus propios esquemas rígidos le han impedido ver otra salida al malestar.
El sujeto se presenta en consulta quejándose de un otro que le duele, pero desconoce que es su propia posición la que le impide colocarse de otra manera para no ser dañado, que son los velos de siempre los que impiden ver otra salida al malestar del que se queja.
En adelante tendremos que atender éstas demandas con las herramientas de las que disponemos, y en ese punto, cabe una reflexión sobre los distintos encuadres que tenemos para atender al malestar de pareja…
La terapia de pareja tiene una utilidad relativa a la hora de tratar las problemáticas de relación pues opera como una especie de arbitraje que trata de poner orden entre dos instancias en conflicto. La presencia de un tercero permite limitar las pulsiones que circulan libremente en el encuadre de a dos. Y no es poca cosa, pues fomentar la aparición del diálogo allí donde había silencio y llegar a acordar algunos límites que ayuden a convivir, permite la posibilidad de una cierta tregua en el combate cuerpo a cuerpo que permita reaflorar el amor. Pero es un recurso insuficiente para tratar con los empujes pulsionales que en el fondo promocionan la repetición. La “cabra tira al monte” y aunque los pactos ayuden a renunciar por un momento a los empujes internos, éstos vuelven a sus fueros porque en el fondo necesitan satisfacerse y lo hacen por el camino conocido a no ser que se encuentren con otra posibilidad. En ocasiones, el conflicto y la pelea no permiten la posibilidad del diálogo y la palabra, convirtiendo las sesiones en una partida de tenis donde, a pesar del arbitraje, nadie se baja del burro y todos quieren asestar el último golpe.
Además, el espacio de pareja no permite entender a fondo las transferencias y la dinámica de los empujes pulsionales porque no permite profundizar en la historia particular de cada cónyuge hasta el punto de comprender su funcionamiento y su necesidad de satisfacción. Y si esto no se da, no hay cambio de fondo.
Esta posibilidad si puede ser abordada desde los enfoques individuales, aunque se requiere de mucho tiempo para que las transferencias sean puestas en juego y se pueda remover algo en lo profundo de ese funcionamiento pulsional para que escoja otro camino menos salvaje en su empeño de satisfacción y no ponga a la relación contra las cuerdas.
Frente a los límites de la terapia de pareja y del encuadre individual, la herramienta psicodramática revela su gran potencia a la hora de hacer algo diferente con los conflictos interpersonales.
En primer lugar, se trata de un enfoque grupal. A pesar de que las personas tienen resistencias a llevar los temas de pareja a un grupo debido supone una gran exposición de la intimidad, cuando pueden superar ésta resistencia, lo que era un inconveniente se convierte en una gran ventaja. Poder tratar la propia problemática con otros, ayuda a tomar perspectiva, a contemplar otras opciones, a ver que a otros también les pasan cosas parecidas, etc. Poder hablar de las dificultades con otros, ayuda a salir de los circuitos cerrados y generar otras opciones. Además, el mismo encuadre grupal, hace de contenedor pulsional, pues por lo general, las parejas son más recatadas a la hora de enzarzarse en la pelea y atienden más al diálogo en la presencia de otros, que siempre ejercerán de límite.
La figura del terapeuta grupal ocupa otro lugar, pues ya no es objeto de transferencias masivas, sino que el grupo en sí mismo también va a dar respuestas, lo cual lo convierte en un sistema de espejos que devuelve multitud de miradas, enriqueciendo a sus integrantes.
La mirada del otro va a precipitar las cosas porque hará salir de su escondite al goce bandido, a la trampa, poniendo a los sujetos frente a su propia responsabilidad. Jugar escenas propias, pero también ver o participar en las escenas de otros, trae información por los canales más inesperados. Es precisamente esto, la sorpresa, lo que hace que el encuadre grupal psicodramático sea tan potente. De repente, en una escena sin importancia, con un detalle aparentemente nimio, se abre una puerta desconocida. Participando como protagonista, como auxiliar o espectador, nadie está libre de ser tocado. Las cosas circulan tan deprisa, que a las defensas psíquicas no les da tiempo a armarse, lo que va dejando un rastro de incoherencia que nos permite jaquear los enunciados fijados para poder acceder a una otra verdad que gobierna nuestras vidas, el inconsciente.
La representación pone en funcionamiento el corazón del conflicto, que no es ni más ni menos que la dificultad que tenemos para asumir la castración, la diferencia con el otro, la falta propia y la del otro. En éste eje circulan todas las problemáticas de lo humano y todas las manifestaciones que se dan en las parejas.
El psicodrama pone a jugar el conflicto en lo concreto, en escenas donde los afectos tendrán oportunidad de aflorar y los significantes circularán dando pistas del atrapamiento. No es lo mismo contar una escena que representarla, pues será al dramatizar que los detalles aparecerán como perlas “clave” para dar un nuevo sentido a a lo de siempre y salir de la repetición. Tomar conciencia de los juegos de pareja, es de enorme importancia para poder limpiar la relación. Juegos que quedarán irremediablemente al descubierto en cada escena y ante la mirada del grupo. Una vez descubiertos, ya no serán jugados con total impunidad desde la sombra, lo que obligará a un cierto compromiso de renuncia que tendrá efectos beneficiosos en la relación.
Muchas peleas de pareja se producen porque se le pide al otro que solucione el propio malestar, que cambie y se ajuste a lo esperado, para que nos podamos sentir mejor. Sin embargo, el otro nunca puede ser el responsable de nuestro bienestar. Es necesario volver a recuperar la responsabilidad sobre lo propio y dejar de cargar sobre el otro las esperanzas y anhelos imaginarios que inconscientemente están en juego.
Sólo cuando podemos jugar las escenas y poner palabras, es que éstos anhelos quedan al descubierto, dando la oportunidad de ser cuestionados. Así, las cosas se van simplificando, las responsabilidades se van depurando y los “sin salida” en posibilidad de elección.
La presencia del otro en el grupo tendrá siempre ese efecto de poner límite al propio goce, de poner en jaque los juegos dañinos que se despliegan en el espacio de pareja, señalando otro camino a la pulsión que no lleve al abismo la relación. Jugar las escenas ante la mirada de otros, que verán lo que no vemos, ayudará a deshacer los empeños que nos atrapan y las trampas que ponemos a la relación.
El cambio de roles permitirá ver la escena desde distintos lugares, abriendo el gran angular para ampliar la perspectiva y permitiendo la posibilidad responderse a las propias preguntas al ocupar otro lugar distinto, desde el que estamos menos defendidos y podemos decirnos lo que desde el nuestro nos cuesta pronunciar.
Pero además, tenemos una circunstancia excepcional en el encuadre psicodramático grupal de parejas, y es que una vez que jugamos la escena desde la subjetividad de uno de los cónyuges, vamos a verla también desde el otro lugar, lo que va a abrir siempre el abanico y a permitir ampliar la comprensión para ambos, integrando aspectos que eran negados desde el lugar desde el que se miraba la escena.
El trabajo con las parejas no pasa por discernir quién tiene razón y quien está equivocado, sino de poder poner en escena cómo cada cual se juega el deseo y las consecuencias.
En la pareja, el fracaso viene cuando no podemos aceptar las diferencias, cuando exigimos al otro que deje de ser quien es para ajustarse a lo que yo espero. Desde ahí, todos llegan con la necesidad de ser reafirmados en sus propias razones, en sus propias demandas, pero nunca se llevarán una razón ni una satisfacción, sino un cuestionamiento que les lleve a ponerse en duda. Es la única manera de hacer que el espacio donde se juega la lucha por el poder, sea un espacio de crecimiento mutuo y compartido.
Será necesario suspender todas esas certezas sobre las que nos hemos construido para poder cuestionarse de fondo, deconstruir el entramado yoico para poder reconstruirse de otra forma donde algo de lo pulsional pueda obtener satisfacción por otros cauces legalizados y no de tapadillo.
La intervención no será la misma si nuestro enfoque nos apunta a un fortalecimiento yoico que si entendemos que es el yo y sus defensas, lo que dificulta el ajuste con la realidad porque actúa en función de un patrón histórico. Muchos enfoques terapéuticos tratan de apoyar a las víctimas y señalar los culpables, pero en la escena de lo patológico no hay ni buenos ni malos, sino formas diferentes de gozar que se presentan bajo múltiples disfraces (unos más evidentes que otros). La víctima y el verdugo se confunden en escena, donde cada cual se presenta salvando el propio pellejo y tapando su trampa. Pero la escena permite poner a jugar las palabras y el cuerpo, que en su resonancia hacen salir de los agujeros estas formas de satisfacción oscuras al espacio de lo público, donde han de verse de cara con el límite. El victimismo, el egoísmo, el masoquismo, la inocencia pretendida, las trampas y zancadillas vestidas de razón, las agresiones soterradas y otros juegos inconscientes quedan al descubierto en la escena con mucha claridad y por lo tanto son más accesibles al influjo del límite. Todas ellas, comportamientos donde el sujeto se resiste a abandonar determinado tipo de satisfacción infantil. Y ahí, el psicodrama es claro… apunta por poner límite al goce…
Esta es una de las particularidades del psicodrama freudiano, pues no todos los psicodramas actúan en la misma dirección.
Como vemos, no es oro todo lo que reluce y el goce tiene naturaleza significante. Esto quiere decir que hasta los comportamientos más loables y razonables pueden tener una cara tramposa que pasará desapercibida si no se tiene un tipo de escucha afinada, aquella que apunta a lo inconsciente más allá del discurso manifiesto. Es el goce de cada cual, el propio empuje de las pulsiones, apoyado en las propias razones que lo justifican, lo que pone a la pareja contra las cuerdas. Si no estamos acostumbrados a escuchar éstas formas en que la pulsión se presenta y los caminos que el inconsciente toma para hacérnoslo saber, estaremos perdidos en la intervención, tomando churras por merinas.
A continuación, escribiré un pequeño ejemplo de cómo el psicodrama opera al llevar el conflicto a escena para poder desplegar cómo siempre se trata de otra escena que late en el fondo. También nos permitirá ver cómo una otra escucha, va a abrir espacios que no serían posibles atendiendo a lo literal o quedándonos en el discurso yoico del protagonista.
María y Pedro acuden al grupo tras el confinamiento al borde de una separación. Lo que empezó bien, acabó transformándose en un infierno que les ha llevado a hacer las maletas y estar buscando vivienda por separado. La presencia de los hijos a tiempo completo, así como el cambio de la dinámica cotidiana, ha supuesto sacrificar espacios particulares a los que cuesta renunciar, de manera que la disputa por el espacio está servida.
Pedro inicia diciendo que “cuando los límites se disipan… uno no tiene por dónde salir”. Para él, el confinamiento ha supuesto una desaparición de las referencias que antes le contenían, de manera que se ha sentido sobrepasado. Su mujer ha tenido que seguir trabajando y él se ha encontrado con la situación nueva en la que trabajar en casa y atender a su hija con los estudios, le ha sobrepasado. Insiste especialmente en que la dificultad es añadida cuando “los profesores no explican” y uno se siente abandonado.
Cuando el animador le pregunta por ese sentimiento, él señala que es “algo que siento desde que nací”. ¿Qué quiere decir desde que nací? Más tarde nos habla del sentimiento de soledad que le quedaba cuando de chico, sus padres se iban a trabajar durante muchas horas y él se quedaba con sus abuelos. En el discurso, el inconsciente se manifiesta constantemente a flor de piel, sólo que para poder escucharlo, nos tenemos que salir de la literalidad. Cuando eso es posible, escuchamos “Padres desaparecidos”, “límites» que se disipan, “profesores” que no explican, y le dejan a uno superado, con un intenso sentimiento de abandono y soledad.
Así que cuando ha tenido oportunidad de salir a trabajar, ha encontrado una vía de escape para una situación ante la que se sentía superado, ya que la escena presente, toca de alguna manera con otra escena más primaria, produciendo en esa resonancia un sobrecargo afectivo.
Es ahí donde María, engancha con su historia interpretando este “escape” en términos particulares. Se queja de que a pesar de haber podido seguir teletrabajando en casa, a nada que se ha abierto la veda, Pedro ha salido “escapando”, y ella se ha sentido abandonada. Pero curiosamente, al dar cuenta de ese sentimiento, no lo hace en primera persona, sino que habla de “un padre que no quiere estar con su hija” (¿Cuál será ese padre? y ¿cuál será esa hija?). Una vez más, en el discurso está todo, sólo que hay que poderlo escuchar más allá de las palabras.
La discusión coge tono y en su punto álgido les lleva a decidir que se separan. María dice que se va a casa de sus padres y la niña prefiere irse a casa de sus abuelos. En ese punto, Pedro se vuelve a sentir abandonado, esta vez por su hija, de la que dice: “tiene abuelitis”.
En ésta situación de tensión, Pedro sale a la terraza a fumar un cigarrillo, momento en el que su hijo, sabedor de su malestar, se sienta a su lado y le pide permiso para tocarle e interesarse por él, cosa muy inusual. Esta es una de las claves de la escena, pues en realidad, podemos pensar que la cosa hubiera cambiado si uno hubiera “pedido permiso” para tomar el terreno del otro, por ejemplo, si Pedro le hubiera podido hablarle a María sobre la dificultad que estaba teniendo y su necesidad de salir.
Es esto lo que cambia la mirada de María, que al escuchar a Pedro, puede verle de otra manera y entender, que no se trata de un abandono, sino de una dificultad que ahora puede entender un poco mejor.
En psicodrama freudiano, los pequeños detalles son fundamentales, de manera que rescataremos uno que será clave en la historia de María. Cuando Pedro está eligiendo personajes para representar su escena, María, que no puede ser elegida por ser parte de la situación real, cede su silla para representar sin que nadie se la pida, quedándose sin lugar donde sentarse. Esto, que parece una nimiedad, es en realidad, un acto clave para darle la vuelta a su queja, que consiste en la protesta por cargarse con todas las responsabilidades de la casa debido a la dejadez de él. No vamos a negar que en un determinado nivel, esto puede ser cierto, pero si nos quedamos ahí, en la queja sobre el otro, nada avanzaremos porque el juego siempre es de dos. El gesto de la silla cobra un sentido particular en éste punto, ya que es ella la que de alguna manera cede su lugar al otro para terminar quedando en una posición incómoda.
El otro nos va a dar razones aparentes a las que agarrarnos para justificar nuestro malestar, argumentos que en cierta manera pueden tener un punto de realidad pero, en última instancia, el otro no puede ser nunca el responsable de mi malestar (eso sería cargarle demasiado). Es en el punto donde uno puede preguntarse, “¿cómo participo yo para que las cosas sigan siendo de la misma manera?”, donde podemos darle la vuelta al enfado con el otro para ver que en realidad, soy yo quien construyo la escena que termina frustrándome. Soy yo quien reproduzco la misma herida.
A veces es difícil salir de la queja sobre el otro, porque el punto de verdad sobre el que se sostiene, ciega la trastienda y no permite ver la propia repetición, que siempre es inconsciente o como mínimo, minimizada.
María echa en cara a Pedro que se va y la abandona dejándola con toda la responsabilidad, y con esa interpretación de la escena ya ha construido “su” escena y el resultado: destruida. Él, sin embargo, se va porque no puede, porque se siente sobrepasado (no porque abandone). ¿De dónde viene entonces el abandono de María? Aunque en un principio, ese sentimiento parece no tener eco en su vida, cuando el animador le pregunta “¿que es eso de “un padre que no quiere estar con su hija?”, María rechaza de pleno esa posibilidad en relación a su propio padre, de quien dice que siempre la ha cuidado mucho. Sin embargo, más tarde habla de un padre que está todo el día trabajando y cuando llega, “pudiendo estar con sus hijos y su mujer en casa”, se cambia y se va con sus amigos; al mismo tiempo, habla de una madre que se “carga” con todas las responsabilidades de la casa, quedando: “destruida”. Ese “sobrecargo” del que en un primer momento hace responsable al otro (no sin cierta razón porque nunca proyectamos en vacío), en realidad tiene que ver con una “carga” propia: aquella que se produce al negar el abandono paterno y al quedar identificada con la posición materna.
En el primer caso, lo negado no puede parar de retornar, en forma de proyección sobre la pareja de lo que no puede ver en su padre. En el segundo caso, la identificación con la posición materna, que se produce cuando uno cede constantemente su propia silla y no se hace responsable de elegir qué quiero y qué no..
Lacan plantea que “Sólo el amor, permite al goce condescender en deseo”. Lo cual viene al dedillo, porque sólo cuando María puede ver a Pedro en su limitación y entender que su ausencia no es una falta de amor (sino una dificultad), es que puede dejar de verle como aquel que la abandona para aflojar su mirada y dejar espacio a la ternura.