Por Carlos García.

A las consultas llegan sujetos extraviados en el amor, padeciendo por amar demasiado, por no saber lo que es amar, por encontrarse repetidamente con el fracaso o no ser correspondidos. Llegan parejas deterioradas por la pelea, por los empeños en aquello que es imposible, de espaldas el uno al otro por no poder hacerle sitio a lo que en el otro se rebela como diferente.

Una vez acabado el “tiempo de los príncipes”, donde se empañan por un momento las miradas  para ver en el otro solo aquello que queremos ver, este se revela en su cara siniestra, esa que tanto nos duele: su alteridad. Entonces, sufrimos porque el otro no es como yo pensaba, porque no me da lo que necesito o porque creo no ser lo suficiente, etc. Es tiempo de agarrones y tironeos, de demandas imposibles y sufrimientos desgarradores. 

Como contrapunto a ese amor que se sostiene sobre la aspiración a la completud, sobre el afán unificador, el espejismo de la media naranja y el zapato de cristal, es decir, sobre la idealización del amor, nos encontramos con la cara siniestra de la violencia a quemarropa, de las discusiones constantes, de los reproches, amenazas, sufrimientos y los enganches sin fin. En realidad, dos caras del mismo espejismo que consiste en pensar que es posible ser uno, una ecuación donde se niega la diferencia.  

Hay algo fugitivo en el amor, que se escapa nada más creer que se lo tiene, de tal manera que quien por un momento creyó sentir su roce, en seguida sufre de la sombra de la pérdida y necesita constantes muestras de renovación (porque en realidad sabe que nunca lo tuvo, al menos de la manera que lo pretendía). Es esa idea de amor que se aferra a creer que es posible el “yo para tí y tú para mí”, el que crea la ficción por la que padecemos: sufrimos, porque nos agarramos, porque no queremos perder.

En el fondo, el amor esconde en su seno un filo que hiere de muerte, ya que está sujeto a una imposibilidad.   “Nuestro amor es imposible”, le dice Romeo a Julieta, “porque tú eres Capuletto y yo Montesco”. En definitiva, porque eres diferente. 

La relación sexual es imposible, diría Lacan, y se refiere a que no hay forma de armonizar, de hacer coincidir el goce de cada cual. Podemos llegar a momentos de calma, de aparente entendimiento, de descanso, de atisbar un encuentro posible o un rellano de comodidad, pero tarde o temprano vuelvo a encontrarme con la incómoda presencia de un deseo del otro que no coincide con lo esperado. 

Esta imposibilidad es la que el amor en su vertiente imaginaria trata de enmascarar, creando una ficción que nos empeñamos en sostener con esfuerzo y sacrificio. El encuentro entonces es una sucia mescolanza de fantasmas que tratan de velar esa imposibilidad, que la recubren y nos permiten funcionar con ella, a costa a veces de mucho sufrimiento.Por ello Philippe Soler dice que el amor es imposible, que no existe, que se trata de un momento donde se suspende la imposibilidad, de un momento de chispa que renueva la ficción de que es posible ser uno. Pero somos dos, y es mejor que así sea. 

Ese amor que niega la diferencia, que se empeña en lo redondo, en el tenerlo todo, en no ver los agujeros propios y los del otro, es en realidad, la muerte del amor. Porque del encanto se pasa a la violencia, del encuentro al desaire y lo que fue pasión se torna furia. Cuando lo diferente no es tolerado, cuando no se entiende que “no es no”, cuando no se tienen recursos para poder sostener la diferencia, el encuentro pasa lamentablemente al terreno de lo violento, porque el deseo de unión y unidad, de posesividad y celo pretenden negar lo distinto y no toleran la diversidad.

La violencia de género es uno de esos extremos donde el amor y el deseo se envilecen, donde la falta de recursos para manejarse con esa imposibilidad que está en el corazón del amor desemboca en la agresión. Pero no hace falta hablar del género para que exista violencia, pues lo cotidiano está lleno de ejemplos de cómo cuando el otro no es quien yo quiero o no me da lo que yo espero, reaccionamos negando, empeñándonos en que el otro cambie, obligando, coaccionando, manipulando y agrediendo.    

Frente a ese amor que se sostiene sobre la idea de completud a costa de negar la diferencia, “pretendiendo hacer del dos, uno”, está el amor que hace sitio al límite y a lo distinto, que tolera un otro deseo que no es el propio y no trata de borrar lo singular ni someterlo.  

¿Es posible entonces un nuevo amor? ¿Un amor por fuera de la repetición de lo de siempre?, ¿un amor que no se aliene a las improntas más familiares y no tienda al espejismo de unión sin falta?

Lacan habla de un nuevo amor que permite una dignidad y que tiene que ver con saber de la imposibilidad, de sostenerse en ella y no negar las diferencias, pues hay una realidad que es la falta. Una realidad que existe, más allá de las negaciones. Y todas las maniobras que pretenden negarla, tienen su precio. A veces muy alto. 

Por suerte, tenemos posibilidad de cambiar de registro en el amor, en la relación. Si fuera una determinación marcada e inamovible, no habría posibilidad por fuera del destino. Pero la manera de amar es un invento propio, construido sobre las bases del amor infantil que agarra al otro desde el contacto con el desamparo, que busca una solución al problema del encuentro con la falta. No es fácil salir de los esquemas del amor que presidieron desde la infancia para transitar a un amor maduro, porque las pulsiones empujan y los agarres presiden.

No se trata de un empeño… porque a veces no puede ser. Tampoco se trata del amor sacrificado que niega el deseo. Se trata de un amor que permita la diferencia y no se ansíe con la distancia, que sepa hacerle sitio a los deseos distintos sin interpretarnos como desaires o faltas de amor. Pero eso requiere un ejercicio de dolorosa humildad, una renuncia a esa aspiración infantil de ser el objeto único y predilecto del otro, la renuncia a los yugos de la obligatoriedad que libera la posibilidad del deseo, porque en realidad, es esa la única garantía posible. 

No hay nada que asegure el amor, no hay nada que pueda calmar la angustia de perderlo porque la pérdida es inherente a la vida y a esa realidad no podemos darle la espalda (aunque lo intentemos). El único apoyo posible para poder estar en esa incertidumbre sin ser devorados, es poder asumir la pérdida como una posibilidad y confiar en que la vida nos une mientras hay deseo, de algún tipo. Lo demás es puro velo, o puro fantasma. 

Sólo allí donde el amor deja de agarrar y aspirar a lo imposible, sólo donde podemos desmarcarnos de las marcas del amor infantil y contamos con recursos para sostener lo incierto   es que un nuevo amor puede florecer.